Tenía los dedos de una artista, delicados y capaces de reconocer cada grano al acariciar la arena. Me sonrío y me miró fijo a los ojos como quien no le teme a un encuentro y pasó esos dedos lentamente por mi cuello. Todo en ella era un detalle, imposible ver sus facciones como un todo. En sus ojos fui capaz de ver el deseo mismo hecho tangible. Dedos de artista y ojos de actriz, cuerpo de diosa griega y la valentía del contacto a lo ajeno, ella lo tenía todo y aún más. Acaricié tímidamente su costado, haciendo un vaivén entre el puente de su cintura y cadera. La piel limpia y suave, sus cabellos desordenados alcanzando su espalda, se me hizo imposible evitar una pequeña sonrisa, ligera, casi imperceptible, claramente involuntaria. En ese cuerpo joven de ella habitaban todos mis deseos, en esa carne quise desenvolverme y rozar nuestras pieles. Y ahí seguía ella, acostada en la cama, desnuda. Su sonrisa ya se había desvanecido y sus dedos se movían ansiosos jugueteando, apoyados en sus cadera. Me levanté, me puse mis pantalones y mi camisa. Ella se levantó e imitó el acto de vestirse, como poniendo final a una orquesta de lujuria. Al dirigirme a la puerta ella me siguió por detrás y cuando di la vuelta para despedirme, ella me sonrió y bajo su mirada. Entendí lo que implicaba, saqué mi billetera, le pasé tres billetes, me despedí y me retiré de la habitación.